
Así, es común escuchar que tal o mas cual sismo movió el eje de la Tierra, acortó o alargó la duración de los días y desplazó ciudades enteras de su lugar original.
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Se llega incluso a difundir esas informaciones como si contradijeran leyes físicas elementales, o fueran hechos insólitos en la historia geológica planetaria.
No obstante, la realidad es que esos y otros cambios en los parámetros físicos de la Tierra son el pan diario del movimiento interno y superficial del planeta, no sólo actual, sino desde que el mundo es mundo.
Como explica el Doctor en Ciencias Manuel Iturralde-Vinent, geólogo del Museo Nacional de Historia Natural de Cuba, la capa rocosa que recubre toda la Tierra (llamada litosfera) se encuentra dividida en una serie de enormes losas -o placas tectónicas- de hasta 100 kilómetros de espesor.
Éstas se desplazan constantemente unas respecto a otras, pues en las profundidades se deslizan sobre una capa viscosa denominada astenosfera.
De esa manera, por ejemplo, hace unos 225 millones de años toda la tierra emergida estaba agrupada en un solo supercontinente llamado Pangea que, por supuesto, tampoco era así con anterioridad.
Mediante el muy lento desplazamiento independiente de sus partes, hoy el mapa terrestre es totalmente diferente, y los mares separan ¿para siempre? lo que ayer era un todo.
INTERACCIONES ENTRE PLACAS
Los límites horizontales entre las diferentes placas tectónicas que definen algunas fronteras naturales de los actuales continentes, así como otras uniones menos evidentes, pueden clasificarse como convergentes, divergentes o deslizantes, de acuerdo con los procesos geológicos predominantes en ellos.
En todos los bordes -así como en el interior de las placas- ocurren terremotos y erupciones volcánicas, en especial en los límites divergentes y convergentes (en los cuales una placa se desliza por debajo de la otra adentrándose en las profundidades del planeta hasta el límite externo del núcleo en algunos cientos de millones de años).
Usualmente esos movimientos son tan lentos que resultan indetectables mediante nuestros sentidos. Por ejemplo, como recuerda en Science el profesor Thorne Lay, de la Universidad de California, en Santa Cruz, la placa Indo-Australiana se desplaza cada año entre 40 y 50 milímetros hacia el Norte, en dirección al límite sureste de la placa Euroasiática.
Es un proceso tan demorado y poderoso al mismo tiempo que, aunque puede elevar la cordillera del Himalaya, es incapaz de trillarle el pie a un indio.
Pero pasado cierto tiempo, la tensión que constantemente se acumula en esa interfase puede superar cierto límite umbral y se desencadena entonces un movimiento brusco local, pero sumamente energético, que conocemos como terremoto.
Por ejemplo, el megasismo de Sumatra-Andamán de diciembre del 2004, que llegó a los 9,1 grados en la escala de Richter, liberó en pocos segundos 4,3 X 10 exp 18 Joules de energía, el equivalente a la de mil millones de toneladas de TNT.
MEDICIONES PRECISAS
En esa ocasión se cuantificó con certeza -por primera vez- la variación en la duración del día y en la inclinación del eje terrestre como consecuencia del deslizamiento de enormes masas. En ese evento se midieron movimientos horizontales promedio de 11 metros, hasta 20 en algunas zonas, en los mil 300 kilómetros de la falla que falló.
Asimismo, la duración del día se acortó en cinco millonésimas de segundo según los cómputos de las variaciones del momento de inercia planetario realizados por las misiones gravimétricas satelitales GRACE y LAGEOS.
Realmente los geofísicos conocían con anterioridad de los efectos propios de los desplazamientos de grandes masas -sólidas o liquidas- sobre los movimientos del planeta como un todo, pero hasta hace muy poco tiempo se carecía de instrumentos capaces de medirlas.
Hoy día se cuenta con una red global de sismógrafos que pueden registrar oscilaciones mecánicas en un amplio espectro de frecuencias, satélites que miden los cambios en la altura oceánica, y una red de balizas GPS que detectan los más pequeños desplazamientos de la corteza terrestre.
En el caso del reciente gran terremoto de Chile, de magnitud de 8,8 en la escala de Richter, con ese equipamiento se detectó un desplazamiento de hasta tres metros al oeste de la ciudad de Concepción, algo que en mucha menor magnitud también se constató en regiones tan distantes como Buenos Aires (2,4 centímetros al oeste).
El problema para los chilenos -entre otros latinoamericanos- es que viven en el llamado círculo de fuego del Pacifico, donde se produce hasta el 80 por ciento de todos los terremotos.
En el borde occidental suramericano los sismos están causados por la convergencia de la placa tectónica oceánica de Nazca que choca, se curva y sumerge, bajo la continental de Suramérica.
Por desgracia los temblores no se detendrán en el futuro, pues nuestro planeta está activo desde el punto de vista geológico y nosotros, visitantes ocasionales, aun carecemos del poder para prevenir y domeñar esos espasmos naturales.
Mientras, a la espera de esa capacidad, no queda otra alternativa que seguir la conducta instintiva de nuestros simiescos antepasados, hábiles para escoger las mejores cuevas, y prestos a abandonarlas cuando el piso se movía.
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Por Manuel Vazquez,
Prensa Latina
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